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Soledad a medianoche

Llevaba días deambulando por las calles como si fuera un fantasma, daba la impresión de que andaba buscando algo, o alguien. Sin embargo, esa noche se lo encontraron bajo la lluvia. Esa lluvia fina pero que cala hasta los huesos. Estaba parado en medio de la acera, como petrificado, y apenas movió un músculo cuando pasaron por su lado. Era medianoche y su silueta se camuflaba entre las sombras, esquivando las luces de las farolas.

Ella se le acercó y le preguntó si podía ayudarle. Levantó la mirada y vio en sus ojos un atisbo de asombro. Posiblemente se preguntaba cómo alguien había reparado en su presencia después de tanto tiempo siendo invisible. Le ofrecieron comida y ropa pero su gesto era reticente. Insistieron hasta que el hombre accedió y cogió su pequeña bolsa de plástico donde recogía todas sus pertenencias.

Siguió los pasos de la pareja, manteniendo varios metros de distancia mientras repetía una y otra vez de forma lacónica "cuando tenía trabajo todo el mundo estaba a mi lado, cuando lo perdí todo el mundo desapareció". A cada puerta a franquear, el hombre vacilaba y ella le repetía que era bienvenido a su casa. Una vez dentro, ella sintió cómo le inundaba una sensación de pudor pues, si bien la casa no tenía grandes lujos, lamentó tener más de lo que necesitaban.

Le propusieron una ducha y el hombre aceptó en silencio. Antes de entrar en la sala de baño, se paró y de espaldas a la pareja susurró "¿por qué me ayudáis?". Antes de que pudieran responder el hombre había cerrado la puerta. Mientras tanto, le prepararon varias bolsas con enseres de invierno y comida y cocinaron algo rápido para que pudiera al menos acostarse esa noche con algo en el estómago.

Cuando salió de la ducha tenía los ojos brillantes y pareció haber despertado de su estado aletargado. Se llamaba Antonio y era originario de Cabo Verde. Debía rondar la cuarentena y tenía un risueño acento que revolvía el francés y el portugués de manera anárquica. Había roto sus lazos familiares tras perder su empleo en la construcción y se encontraba viviendo en la calle. Qué sádico podía a veces ser el destino, años construyendo casas para otros para que un día se encontrará él sin techo alguno. Había logrado encontrar una casa abandonada al final de la calle que compartía con otras personas que vivían en su misma situación.

El plato de comida y el té caliente estaban intactos frente a él. Ella insistió en que comiera antes de que se enfriara a lo que él respondió "no voy a comer mientras vosotros me miráis". La pareja se sonrió y fue a buscar dos vasos de te. Se sentaron alrededor de la mesa y charlaron sobre banalidades. Mientras Antonio engullía grandes trozos de filete contaba anécdotas sobre su vida. Parecía otro hombre, lleno de vitalidad y con una sonrisa que desbordaba sus pómulos huesudos.

Pronto se dieron cuenta de que lo que más amaba eran las películas de acción. Antonio representaba las escenas de acción con gestos exagerados e imitaba el sonido de las metralletas con gran realismo, terminando cada frase con un "Rambo es el mejor". Hablaba apasionadamente de sus películas como cualquier cinéfilo empedernido. Quizás le recordaba a su infancia o a su familia, pensó el joven, y le propuso imaginarse combates con Schwarzenegger o Van Damme pero Antonio lo tenía claro "nadie puede con él".

Antes de marcharse los jóvenes le recordaron que podía acudir a ellos en cualquier momento. "No necesito nada" respondió y, antes de girarse, añadió "quizás de vez en cuando un poco de conversación". Antonio desapareció segundos después entre la oscuridad de la noche y los jóvenes se hundieron de nuevo en el silencio de su soledad rutinaria.

"Me abrumó la soledad que desprendía su persona y, a un tiempo, creí ver en su interior un abismo infinito al que no podía evitar asomarme" Carlos Ruiz Zafón en Marina

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